Durante siglos, el arte y la historia compartieron un secreto: el azul ultramarino, el color más caro del mundo, era más valioso que el oro. Su tono profundo y luminoso no provenía de un tinte común, sino de una piedra semipreciosa: el lapislázuli. Extraído principalmente de minas en Afganistán, este mineral se pulverizaba cuidadosamente para producir el pigmento más deseado —y más costoso— del arte europeo durante la Edad Media y el Renacimiento.
Los comerciantes lo llamaban “ultramarino”, que en latín significa “más allá del mar”, porque viajaba desde Asia hasta Europa a través de rutas comerciales interminables. Solo los artistas patrocinados por la nobleza o la Iglesia podían permitirse usarlo. En muchos contratos, se especificaba que el pigmento debía reservarse exclusivamente para los mantos de la Virgen María, símbolo de pureza y divinidad. De esa manera, el color más caro del mundo se convirtió en una manifestación visual de lo sagrado.
El proceso de fabricación era arduo. Los fragmentos de lapislázuli se molían hasta formar un polvo fino, luego se mezclaban con ceras y resinas para separar las impurezas. El resultado era un pigmento de un azul intenso, capaz de resistir siglos sin perder su brillo. Pintores como Leonardo da Vinci, Vermeer o Miguel Ángel lo utilizaron con devoción, muchas veces en pequeñas cantidades, para no arruinarse.
Con la llegada de los pigmentos sintéticos en el siglo XIX, el monopolio del ultramarino natural llegó a su fin. Sin embargo, su aura de exclusividad permanece. En la actualidad, el auténtico pigmento de lapislázuli sigue siendo producido artesanalmente y puede costar miles de dólares por kilo. Para los restauradores y amantes del arte, representa la pureza del color en su estado más noble.
El color más caro del mundo no solo cambió la pintura, también cambió la forma en que entendemos el valor del arte. Más que un pigmento, el ultramarino es un símbolo de perfección, sacrificio y belleza que aún brilla con la misma intensidad que hace quinientos años.