La historia del Día de los Muertos es una de las más fascinantes de la cultura latinoamericana. Aunque hoy se asocia principalmente con México, sus raíces se extienden hasta las civilizaciones prehispánicas que habitaban el continente siglos antes de la llegada de los europeos. En el centro de esta celebración está la idea de que la muerte no es el final, sino una parte natural del ciclo de la vida.
Los mexicas, mayas y purépechas creían que los difuntos emprendían un viaje hacia otro plano. Cada año, los vivos realizaban rituales para honrar su memoria y ayudarles en su camino espiritual. Cuando los conquistadores españoles introdujeron el cristianismo, estas tradiciones se mezclaron con las festividades del Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos. De esa fusión nació lo que hoy conocemos como el Día de los Muertos.
Durante siglos, la festividad se mantuvo en comunidades rurales, hasta que en el siglo XX comenzó a ser reconocida como símbolo nacional. El colorido de los altares, el aroma del copal y las flores de cempasúchil, junto con la música y la comida, transformaron el duelo en una celebración de amor y memoria. La historia del Día de los Muertos muestra cómo una sociedad puede convertir el dolor en arte.
Cada altar cuenta una historia. Las velas guían el camino de las almas, las fotografías evocan su presencia y los alimentos representan la ofrenda más humana: compartir lo que se ama. Con el tiempo, esta tradición se ha expandido a otros países, inspirando desfiles, exposiciones y películas, pero sin perder su esencia espiritual.
Más que una conmemoración, la historia del Día de los Muertos nos enseña a reconciliarnos con la ausencia. En un mundo que teme la muerte, esta celebración nos recuerda que el recuerdo mantiene vivos a quienes amamos.