A lo largo de la historia, las personas han mirado al cielo en busca de señales divinas. Pero pocas veces el firmamento se ha vuelto tan inquietante como en los relatos de la lluvia de sangre en Europa, fenómenos en los que gotas rojas caían del cielo, tiñendo calles, campos y casas con un color que parecía anunciar el fin del mundo.
Crónicas medievales cuentan episodios en los que poblaciones enteras entraban en pánico al ver caer lo que parecía sangre. En el siglo IX, por ejemplo, se registraron en Francia lluvias rojas que los campesinos interpretaron como presagios de guerras y plagas. Más tarde, en Italia, en el siglo XVI, varios pueblos documentaron lluvias de un tono rojizo que fueron descritas en cartas y en archivos eclesiásticos. Para una sociedad profundamente religiosa, no había duda: el cielo estaba enviando un mensaje.
Con el paso del tiempo y el avance de la ciencia, se descubrió que esas lluvias extrañas no eran sangre, sino polvo y microorganismos transportados por el viento desde regiones lejanas. El Sahara, en particular, es una fuente constante de tormentas de arena que cruzan el Mediterráneo y tiñen las nubes con un color rojizo. Cuando estas partículas se mezclan con la lluvia, el agua toma un tono rojo intenso que puede parecer sangre. En otros casos, se han encontrado algas microscópicas capaces de dar un tinte similar.
Lo curioso es que este fenómeno no pertenece solo al pasado. En pleno siglo XXI se siguen reportando episodios de lluvias rojas en España, Grecia e incluso en partes del Reino Unido. Cada vez que ocurre, los titulares vuelven a hablar de “lluvia de sangre” y las imágenes del suelo cubierto de barro rojizo circulan por todo el mundo, despertando la misma mezcla de asombro y temor que en la Edad Media.
La lluvia de sangre en Europa es un ejemplo perfecto de cómo lo insólito puede tener una explicación científica sin perder su capacidad de fascinarnos. Lo que antes era un presagio de maldad o castigo divino, hoy es una muestra de cómo la naturaleza conecta continentes enteros a través del viento y el polvo. Y aunque ya no lo veamos como una señal apocalíptica, todavía nos provoca ese estremecimiento primitivo de imaginar que el cielo alguna vez llovió sangre.