Durante la Segunda Guerra Mundial, la reina Guillermina de los Países Bajos se convirtió en una figura de resistencia y orgullo nacional. Lejos de ser una monarca simbólica, fue una líder firme, directa y poco dispuesta a inclinarse ante el poder nazi. Su carácter indomable hizo que incluso Adolf Hitler la considerara una enemiga peligrosa, tanto por su influencia moral como por su capacidad para unir a su pueblo desde el exilio.
Nacida en 1880, Guillermina ascendió al trono a los 18 años. Gobernó en tiempos turbulentos, enfrentando la Primera Guerra Mundial y, décadas después, la invasión alemana de 1940. Cuando los nazis ocuparon los Países Bajos, ella se negó a firmar la rendición y huyó a Inglaterra, donde estableció un gobierno en el exilio. Desde Londres, la reina Guillermina de los Países Bajos transmitía mensajes radiales a su pueblo, alentando la resistencia y desafiando públicamente al Tercer Reich.
Hitler la despreciaba, pero también la temía. Sabía que su voz tenía un poder que las armas no podían silenciar. La Gestapo la calificó de “mujer peligrosa” y ordenó su captura si regresaba al continente. Sin embargo, ni las amenazas ni los bombardeos la hicieron ceder. Los neerlandeses la llamaban “la madre de la nación” y esperaban el día en que su reina volvería para liberarlos.
Al finalizar la guerra, Guillermina regresó triunfante. Su figura se convirtió en símbolo de dignidad y resistencia moral frente al totalitarismo. La reina Guillermina de los Países Bajos abdicó en 1948, dejando un legado que trascendió la monarquía. No solo fue una soberana, sino una líder política que entendió que el poder no se mide en ejércitos, sino en la fuerza del ejemplo.
A pesar del tiempo, su historia sigue siendo poco conocida fuera de Europa. Fue la reina que no se arrodilló, la voz que se alzó cuando muchos callaban, y la mujer que, desde un pequeño reino, hizo temblar a Hitler.
