Publicado el 21 de noviembre de 2025 en la edición impresa n.º 1534 de El Especialito.
Capítulo II – Sombras en el ala oeste
El amanecer llegó cubierto de niebla, un velo espeso que parecía negarse a abandonar los jardines de Ravenscroft Hall. Eleanor se levantó temprano; el reloj del pasillo marcaba las seis cuando se ajustó el delantal y tomó el manojo de llaves que le habían entregado la noche anterior.
El silencio era casi absoluto, roto sólo por el murmullo del viento que se filtraba por las rendijas. Descendió al gran vestíbulo y lo encontró vacío, salvo por un hombre que barría las hojas húmedas junto a la puerta abierta del invernadero.
Era Mr. Larkin., el jardinero. Joven, de cabello oscuro y manos curtidas. Su expresión era amable, pero sus ojos —de un verde opaco— tenían algo que la inquietaba.
Al verla, se enderezó y se quitó el sombrero con un gesto torpe.
—Buenos días, señora… o ¿debo decir señorita? —preguntó con una sonrisa apenas insinuada.
—Ama de llaves será suficiente, señor Larkin. —respondió ella, midiendo las palabras.
—No recordaba que contrataran una nueva desde que… bueno, desde lo de su hermana.
Eleanor se tensó.
— ¿Qué sabe de mi hermana? —preguntó, intentando sonar casual.
Él bajó la mirada y murmuró:
—Nada, señorita. Nada que pueda decirse sin permiso del señor Harrow.
Sin añadir más, Thomas tomó su pala y se internó entre los setos cubiertos de rocío. Pero mientras lo veía alejarse, Eleanor distinguió algo: una pequeña mancha oscura en el borde de su manga, como si fuera barro… o sangre seca.
El jardinero representa la memoria viva de Ravenscroft:
la culpa humana que sostiene lo sobrenatural.
Mientras el reloj y el espejo son símbolos de lo inmutable, él es el puente entre ambos mundos.
Su vida entera ha sido mantener a raya algo que intenta despertar cada medianoche.
Gira su mirada hacia Eleanor y le dice: “Las raíces de esta casa no están en la tierra, señorita.
Están bajo la piel de quienes la amaron… y la traicionaron.”
Eleanor se estremeció al escucharlo y no le quitó la mirada, aunque a primera vista, parece que Thomas es un hombre reservado, de pocas palabras. Vive en una pequeña cabaña detrás del invernadero, donde el tiempo parece detenido igual que en el resto de Ravenscroft.
Sin embargo, él estaba en la mansión la noche en que la hermana de Eleanor murió.
Fue quien encontró el cuerpo… o eso dice. Nadie verificó su versión.
Eleanor miraba sus manos curtidas por la tierra, pero en sus gestos hay algo ritual que le comentaron los de la servidumbre: nunca poda las rosas después del anochecer, nunca pasa cerca del reloj cuando marca las doce, y jamás, bajo ningún motivo, mira su propio reflejo en el espejo del salón este.
El jardinero sabe que las rosas de Ravenscroft no son flores comunes.
Crecen sobre un suelo que guarda los restos de quienes alguna vez sirvieron o murieron allí.
La tierra del jardín se mezcló con sangre —quizás la de la hermana de Eleanor, quizás la de alguien aún más antiguo—, y desde entonces, las rosas florecen con un tono inusualmente profundo, casi carmesí oscuro, como si bebieran recuerdos.
Aquella mañana, mientras revisaba los inventarios del pasillo norte, escuchó el sonido de una llave girando en una cerradura. Provenía del ala oeste, la parte prohibida de la casa.
El corazón le dio un vuelco.
Dejó los papeles y caminó lentamente hacia el origen del sonido. El corredor del ala oeste estaba en penumbra, cubierto de polvo y telarañas, como si nadie hubiera pasado por allí en años. Las ventanas estaban clausuradas, y el aire olía a madera húmeda y flores marchitas.




